El valor que no se ve

Esta mañana he salido temprano, como muchas otras.

Paseo con mis perros, respiro, medito, muevo el cuerpo. A veces es rutina, otras veces es refugio. Hoy ha sido algo más: una revelación.

Vi a un joven inmigrante, delgado, desgastado, con una fiambrera en la mano, esperando el autobús.
No sé su nombre. No conozco su historia. Pero su cuerpo hablaba sin necesidad de palabras:
cansancio, fragilidad, determinación.
Me lo imaginé en su puesto de trabajo. Obedeciendo órdenes sin sentido, en un ambiente seguramente poco amable, sin descanso, sin elección real.
Y aun así, ahí estaba. Temprano. Con su mochila. De pie. Sin quejarse.

En ese momento, algo dentro de mí se removió.
Me vi a mí mismo.
Me vi en mi lucha constante por un trabajo más justo, más ético, más respetuoso.
Me vi con mis discursos internos: la necesidad de evolucionar, de aportar, de ser útil en un entorno que muchas veces parece solo valorar lo superficial.
Y me pregunté:

¿Estoy viendo bien la realidad? ¿Estoy siendo soberbio por querer algo mejor? ¿Estoy menospreciando lo que tengo, mientras otros lo dan todo por apenas sobrevivir?

Y hubo algo más…
Pensé en ese joven no solo como trabajador. Lo pensé como hijo de alguien, como hermano, quizás como padre.
Pensé en todo lo que habrá dejado atrás:
una madre que no volverá a abrazar en años, una familia a la que envía parte de lo poco que gana, una vida que no ha dejado por egoísmo, sino por amor.
Y eso, sinceramente, me destrozó el corazón.

¿Cuánta fortaleza se necesita para desprenderse del amor cercano que te dio la vida, para sostenerlo desde la distancia?
¿Cuánto dolor se traga cada día quien sabe que trabaja para otros, lejos de los suyos, sin que nadie le dé siquiera las gracias?

Ahí entendí que este hombre, sin saberlo, estaba haciendo algo que pocos pueden: sobrevivir con dignidad en un mundo injusto, sin abandonar el amor.

Y entonces su figura se cruzó con la mía.

Yo no he tenido que dejar mi país ni soportar el desprecio que muchos migrantes sufren.
Pero también he sentido lo que es ser silenciado, malinterpretado, puesto a prueba en lugares donde lo ético se percibe como amenaza.

Y no quiero vivir con culpa por mi posición.
Pero tampoco quiero traicionarme justificando entornos que me empujan a esconder lo que soy.

Hoy he entendido algo esencial:

Reconocer el sufrimiento ajeno no me quita legitimidad para transformar el mío.
Solo me recuerda que la compasión empieza en mí, y se extiende hacia los demás.

Ese joven al que no conozco me ha devuelto algo que casi olvido:
el valor de seguir intentándolo, aun cuando nadie lo reconoce.
Y yo, desde otro lugar, también sigo en pie.

Y mientras escribo estas líneas, pienso también en mi padre.
Él también fue imigrante.
Se marchó a Francia, joven, con un oficio en las manos y el alma llena de responsabilidad.
A los seis meses ya hablaba el idioma lo justo para desenvolverse, y destacaba por su buen hacer en el trabajo.
Parecía que todo podía ir bien, que quizás la vida le abría un camino nuevo.
Pero aun así —o quizá por eso mismo— se encontró con lo que tantos otros también viven:
abusos sutiles, trampas, engaños disfrazados de oportunidades.
Y todo por una sola razón: su desconocimiento del medio, del lenguaje, de los requisitos administrativos.

A menudo me recuerda una verdad que cuesta asumir:

“Cuando estás en una situación de debilidad, algunos en lugar de ayudarte… intentan sacar tajada.”

Y eso duele. Duele porque lo que debería despertar compasión, muchas veces activa el instinto de dominio, de aprovechamiento, de deshumanización.
Es ahí donde me hago esta pregunta:

¿Hasta qué punto somos humanos, si frente a la vulnerabilidad del otro, elegimos sacar ventaja en vez de tender la mano?

A veces tengo la sensación de que, como especie, acabamos de aparecer en el planeta.
Que nuestra inteligencia ha evolucionado más rápido que nuestra compasión.
Y que la auténtica sabiduría aún está por nacer… no en forma de datos o logros, sino en la forma más simple y más difícil: ser humanos de verdad.

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