Estrategia y principio de Dilbert en estado puro
Cuando la estrategia pierde sentido… y cómo volver a encontrarlo
Una reflexión a propósito de Richard P. Rumelt (Capítulos 3 y 4 de “Buena estrategia / Mala estrategia”)
En muchas organizaciones se habla de estrategia con facilidad, pero se practica con superficialidad. Se confunde estrategia con misión, con cultura, con propósito, o con declaraciones inspiradoras que no están pensadas para guiar la acción, sino para decorar el discurso.
Richard P. Rumelt lo expresa de manera contundente en el capítulo 3 de su libro: la palabrería ha sustituido a la lógica estratégica. Y con esa afirmación, muchos profesionales que hemos recorrido entornos corporativos complejos sentimos una punzada de identificación.
He vivido, como muchos, en escenarios donde las palabras sobraban y las ideas escaseaban. Y por eso quiero compartir dos realidades muy concretas que ejemplifican con claridad esta “mala estrategia” que Rumelt denuncia con precisión quirúrgica.
Escenario 1: La estrategia convertida en teatro ágil
Uno de los contextos más elocuentes donde he visto naufragar la noción de estrategia es en el uso indiscriminado de metodologías ágiles, convertidas más en teatro que en herramienta.
He presenciado cómo grandes multinacionales, con estructuras extremadamente complejas, han abrazado lo ágil no como una solución adaptativa a un problema concreto, sino como una doctrina que todo lo justifica. Cualquier iniciativa estratégica, por inmadura o mal planteada que estuviera, encontraba refugio en palabras como scrum, sprint, product owner...
Pero el verdadero problema no era la metodología. Era su uso vacío, impuesto desde arriba como símbolo de modernidad, sin diagnóstico previo, sin cultura de base, sin humildad organizacional para admitir que lo ágil no es una religión ni una solución universal.
Lo grave es que lo ágil, mal interpretado, se convierte en una justificación para el desorden, para el cortoplacismo, y para la ausencia de planificación estructurada. He visto cómo estos modelos han sido impuestos en contextos donde el producto sí estaba definido, donde las fechas estaban fijadas, donde el grado de incertidumbre era mínimo. En otras palabras: lugares donde lo ágil, sencillamente, no aplicaba.
Y lo más doloroso: los verdaderos profesionales, los que saben trabajar con método, con visión, con responsabilidad, empiezan a desmotivarse al ver que el criterio técnico es desplazado por la repetición superficial de rituales vacíos.
Escenario 2: El mito de la formación directiva descontextualizada
Y el principio de Dilbert en estado puro
España cuenta con algunas de las escuelas de negocios más prestigiosas del mundo. Sus programas, especialmente los orientados a alta dirección, son reconocidos internacionalmente por su calidad, su estructura y su red de contactos.
Sin embargo —y aquí viene la reflexión incómoda—: no siempre el problema es el contenido, sino el contexto en el que se recibe. He compartido equipos, decisiones y comités con personas que han cursado másters o programas ejecutivos en estas escuelas sin contar aún con la experiencia necesaria para comprenderlos en profundidad.
Porque la formación directiva, cuando se recibe antes de tiempo, cuando se convierte en un trofeo curricular más que en un catalizador de pensamiento, puede terminar siendo contraproducente.
Muchos de estos perfiles —bienintencionados, sí— aplican lo aprendido como si fueran axiomas universales, sin adaptarlos al contexto, sin cuestionarlos, sin el contraste que solo los años de experiencia real permiten. El resultado: estrategias de libro mal aterrizadas, decisiones inspiradas por frameworks de Harvard pero sin sentido práctico, propuestas que suenan bien pero no tienen pies ni cabeza.
Y es ahí donde aparece, más claro que nunca, el Principio de Dilbert:
Las empresas tienden a ascender a los empleados menos competentes a posiciones de gestión para minimizar el daño que pueden causar en roles técnicos.
He sido testigo de cómo estas personas terminan diseñando los cronogramas, estimando los recursos, fijando los precios de venta, asignando prioridades, desde una burbuja de conocimiento teórico sin contacto real con la operativa.
El resultado es devastador: proyectos imposibles de ejecutar, desgaste emocional del equipo, rotación de talento, y lo peor de todo: la frustración de ver cómo el discurso eclipsa al conocimiento real.
Pero entonces llega el capítulo 4… y la claridad
Por suerte, el propio libro de Rumelt nos ofrece un bálsamo. En el capítulo 4, el autor nos recuerda que la buena estrategia no necesita de grandes palabras, sino de observación atenta, lógica sencilla y concentración de esfuerzos.
Nos habla de buscar palancas de poder oculto, de mirar el contexto con inteligencia, de detectar una ventaja que los demás no han visto. Nos recuerda que el poder de una estrategia está en su capacidad de concentrarse en lo esencial.
Y es ahí donde encontré, personalmente, la forma de seguir creciendo incluso en contextos adversos. En medio de mensajes huecos y estructuras contaminadas, aprendí a encontrar mis propios ángulos de fuerza, a diseñar mis propias estrategias desde lo que sí tenía sentido, desde lo que sí podía controlar, desde lo que sí aportaba valor.
Las organizaciones que valen la pena
He aprendido a reconocer —y valorar— a esas compañías que no necesitan esconderse detrás de discursos inflados. Empresas donde la estrategia está al servicio del propósito, donde el liderazgo es creíble, y donde la experiencia se respeta tanto como la formación.
En esas organizaciones quiero estar. Donde la estrategia corporativa confluye con la estrategia personal. Donde el trabajo no es solo entrega, sino también evolución. Donde el liderazgo no se impone, sino que se practica con ética, humildad y visión.
"Las mejores estrategias no necesitan palabras rimbombantes. Solo necesitan sentido común, conocimiento real y la voluntad de hacer que las cosas sucedan."
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