¿Y si no somos tan libres como creemos?
Vivimos en una era en la que la palabra "libertad" se pronuncia con ligereza, como si bastara con desearla para poseerla. Pero ¿cuántas veces nos detenemos a preguntarnos con honestidad si realmente somos libres? ¿O si más bien somos arrastrados, día tras día, por los reflejos de nuestras emociones, las exigencias del entorno o las expectativas que ni siquiera elegimos?
He pensado mucho en esto últimamente. En parte por inquietud vital, en parte por lo que observo en mi entorno profesional. Porque la vida, también la laboral, está llena de decisiones donde no siempre somos dueños. A veces actuamos por inercia. A veces por miedo. A veces, simplemente, porque no sabemos hacerlo de otro modo. Y en esas decisiones, en esa falta de pausa, ¿no estamos hipotecando una parte esencial de nosotros?
A raíz de una lectura reciente, he redescubierto algo tan básico como incómodo: la libertad auténtica no consiste en hacer lo que queremos, sino en saber elegir bien incluso cuando las condiciones no son ideales. Tener la capacidad de mantener la calma en medio del caos, de tomar decisiones coherentes cuando todo empuja en contra, de no dejarnos poseer por nuestros propios impulsos o temores. Esa es la conquista más difícil.
Es curioso cómo esta reflexión me ha traído a la mente una figura histórica que siempre me ha fascinado: Marco Antonio. Brillante, carismático, hábil entre los soldados y en el foro. Un hombre de acción. Y sin embargo, cuando el destino le ofreció un lugar en la cima del poder, no supo estar a la altura. ¿Por qué? Porque su libertad, esa que parecía irradiar en cada gesto impulsivo, no era verdadera. Era reactiva. No nacía de la profundidad, de una visión templada, sino del empuje de una personalidad arrolladora pero poco disciplinada.
¿Nos pasa a veces algo parecido? ¿No somos todos, en algún momento, Marco Antonio? Hábiles, resolutivos, con talento práctico. Pero quizás no suficientemente templados para sostener la responsabilidad que anhelamos. ¿No necesitamos todos un poco más de Octavio —más reflexión, más visión a largo plazo, más dominio de uno mismo— para conducirnos por la vida con inteligencia y paz?
Recuerdo también aquellos años en los que, en plena carrera profesional, sentía una especie de frustración silenciosa cuando veía cómo compañeros con trayectorias académicas brillantes (gracias, muchas veces, a las oportunidades que les habían abierto sus familias) navegaban el mundo profesional con una soltura que yo sentía que me costaba más alcanzar. A veces, con una pizca de envidia no declarada, me preguntaba: ¿Cómo se forma un carácter verdaderamente libre si uno no ha tenido acceso a ese tipo de formación, a ese tipo de entorno protector?
Pero con el tiempo, uno comprende que la libertad no la da ni un máster ni un apellido. La da el modo en que uno afronta lo que le ha tocado vivir. La da la lucidez de no aferrarse al resentimiento. La da la capacidad de no dejarse definir por lo que uno no ha tenido. Porque uno también se forja en la calle, en el barro, en los errores, en los silencios prolongados de los que aprenden solos. Y si se tiene humildad, todo eso también es una escuela.
¿Y si ser libre empieza por dejar de pelearnos con la realidad? ¿Por aceptar, no con resignación sino con una especie de sabiduría humilde, que la vida no es perfecta, pero puede ser vivida con dignidad si uno elige bien en lo pequeño? ¿Y si la libertad no es un destino, sino una forma de caminar, incluso cuando el camino no es el que hubiéramos querido?
Hoy más que nunca me doy cuenta de que no quiero ser alguien que reacciona con fuerza, pero sin dirección. No quiero seguir siendo, al menos no del todo, ese Marco Antonio que domina el instante pero pierde el horizonte. Quiero, al menos intento, que cada decisión, cada día, esté un poco menos condicionada por el miedo, la vanidad, la urgencia o la necesidad de complacer.
Y no me engaño: esta conquista no es rápida ni cómoda. Es un trabajo silencioso, casi invisible. A veces da la sensación de que uno no avanza. Pero cuando miras atrás y ves que ya no reaccionas igual, que ya no te desbordas como antes, que decides con algo más de calma, entonces entiendes: algo está cambiando.
No es un título que se obtiene. Es una práctica diaria. Es elegir cada mañana vivir sin rendirse a lo inmediato, sin buscar constantemente la validación ajena, sin delegar en otros la responsabilidad de tu vida. Y sobre todo, sin perder de vista la brújula de lo que eres, más allá de lo que haces.
Porque en definitiva, ser libre no es tener mil caminos abiertos. Es tener uno claro, y el coraje de recorrerlo con autenticidad.
Comentarios
Publicar un comentario