Buena Estrategia/Mala Estrategia (Richard P. Rumelt)
Introducción a esta sección
Esto no es un Resumen:
En esta sección encontraras mis reflexiones tras leer los diferentes pasajes de este libro; es una interpretación de sus ideas contrastadas con mis propias experiencias personales.
El poder del emprendedor: estrategia, pasión y soledad en el camino al éxito
Emprender es, ante todo, un acto de valentía. Es desafiar lo establecido, perseguir una visión cuando nadie más la ve con claridad y resistir la incomprensión de los cercanos. La historia de muchos emprendedores exitosos no está marcada por la aceptación inmediata de su entorno, sino por su capacidad para mantenerse firmes en sus convicciones. En este sentido, las ideas de Buena Estrategia, Mala Estrategia de Richard P. Rumelt calarán en ti de manera profunda, especialmente en lo que respecta a la importancia de una estrategia bien definida y el poder de la concentración en lo esencial.
Rumelt nos enseña que una buena estrategia no es una simple declaración de intenciones ni un listado de deseos. Es la capacidad de identificar y aprovechar una oportunidad real con un enfoque preciso. De la misma manera, el emprendedor exitoso no se lanza a cualquier idea con entusiasmo ciego, sino que busca esa asimetría en el mercado, ese espacio donde su propuesta de valor puede generar el mayor impacto. Emprender no es solo cuestión de esfuerzo, sino de saber dónde aplicar ese esfuerzo para maximizar su efectividad.
Lo que muchas veces se percibe como un acto solitario—esa sensación de estar remando contra la corriente, de explicar una y otra vez una idea que pocos comprenden—es, en realidad, la esencia de quien se encuentra en el camino correcto. El emprendedor es ese perfil poco convencional que, al igual que una buena estrategia, es inesperado. No sigue fórmulas vacías ni frases motivacionales sin sustento; construye su camino con visión, pasión y, sobre todo, con la certeza de que su esfuerzo está alineado con un propósito real.
Si observamos las estadísticas, la gran mayoría de quienes intentan emprender fracasan. Sin embargo, entre ese reducido 5% que logra abrirse camino hay un denominador común: la capacidad de transformar la soledad del proceso en la determinación para seguir adelante. No buscan validación inmediata ni se rinden ante la falta de reconocimiento externo, sino que confían en su análisis, en su intuición y en su capacidad para generar impacto real.
En definitiva, ser emprendedor no es solo un rol profesional, sino una actitud frente a la vida. Y tal como nos enseña Rumelt, el éxito no está en tener más recursos o en repetir modelos genéricos de negocio, sino en descubrir el poder de una buena estrategia: esa que permite identificar oportunidades antes que los demás y ejecutarlas con precisión.
Como decía Steve Jobs: "Tu tiempo es limitado, así que no lo desperdicies viviendo la vida de alguien más."
Emprender es un camino que pocos recorren, pero que aquellos que lo hacen con visión y determinación logran convertir en una fuente de impacto, crecimiento y, sobre todo, realización personal.
Una Buena Estrategia es Inesperada
Más Allá del Check List y los MVP Superficiales
Richard P. Rumelt nos plantea una verdad incómoda en el primer capítulo de Buena Estrategia / Mala Estrategia: muchas organizaciones creen que tienen una estrategia cuando, en realidad, lo único que tienen es una lista de deseos disfrazada de plan. Una buena estrategia no es un documento lleno de palabras grandilocuentes ni un simple check list de pasos estándar que cualquiera podría encontrar en Google. Es un proceso profundo que exige una comprensión real del problema, una identificación clara de los desafíos y una serie de acciones decisivas para abordarlos con inteligencia.
Aquí es donde veo un punto de fricción con otro libro influyente en el mundo del emprendimiento: El Método Lean Startup de Eric Ries. Aunque es una obra clave para entender la iteración y la agilidad en los negocios, percibo en ella una ligereza preocupante: la obsesión por lanzar rápidamente un Producto Mínimo Viable (MVP) a menudo se antepone a la maduración profunda de ideas e intuiciones visionarias.
El Peligro de una Estrategia Basada en MVPs sin Visión
No se trata de descartar el concepto de MVP, pero sí de entender que su éxito depende en gran parte de su capacidad de pivotar. Ries lo menciona en el segundo bloque de su libro, pero muchas startups interpretan mal el mensaje y terminan lanzando al mercado productos que no tienen ni la solidez ni la adaptabilidad necesarias para evolucionar.
Aquí es donde Rumelt nos ofrece una lección clave: una estrategia sólida no se construye a base de experimentos aleatorios, sino sobre un diagnóstico claro y una serie de decisiones bien enfocadas. No basta con lanzar algo “rápido y barato” para ver cómo reacciona el mercado; hay que preguntarse primero si ese lanzamiento tiene sentido dentro de un marco estratégico bien planteado.
Las grandes innovaciones no han surgido de la prisa por tener un MVP en el mercado, sino de la capacidad de sus creadores para observar más allá de lo evidente y actuar de forma inesperada. Steve Jobs no creó el iPhone siguiendo un proceso de prueba y error con productos incompletos, sino anticipando necesidades que el público ni siquiera sabía que tenía.
Estrategia: Más que una Lista de Pasos, una Mentalidad
La diferencia entre una buena estrategia y una mala estrategia es la misma que existe entre un líder visionario y un seguidor de tendencias. Los primeros entienden que el éxito no se basa en seguir una receta prefabricada, sino en ver la realidad con una perspectiva única y tomar decisiones audaces.
En lugar de depender de check lists sacados de internet o de lanzar productos mínimos viables sin un sentido estratégico claro, deberíamos preguntarnos:
- ¿Estoy resolviendo un problema real de manera inteligente o simplemente siguiendo una moda metodológica?
- ¿Tengo una visión clara de hacia dónde quiero ir o solo estoy improvisando?
- Si mi MVP fracasa, ¿tengo la capacidad de pivotar de manera efectiva o mi producto está condenado desde el inicio?
Si algo nos enseña Rumelt es que las mejores estrategias sorprenden porque están basadas en un análisis profundo y en decisiones bien ejecutadas, no en la mera repetición de fórmulas populares.
"Una buena estrategia es inesperada porque identifica y aborda el problema real de una manera en la que otros no han pensado" – Richard P. Rumelt
Descubrir el poder: cuando una buena estrategia empieza en el interior
El poder de una estrategia no está en lo ambiciosa que sea, sino en su capacidad para descubrir dónde aplicar fuerza con mayor eficacia.
Richard P. Rumelt
El segundo capítulo del libro Buena Estrategia / Mala Estrategia, de Richard P. Rumelt, nos invita a detenernos y mirar con otros ojos una palabra que en el mundo empresarial suele ser usada con ligereza: poder.
Rumelt desvela que el poder de una estrategia no reside en la magnitud de sus metas ni en la grandilocuencia de sus promesas, sino en su capacidad para identificar un punto de palanca, un espacio concreto donde aplicar recursos, conocimiento y energía para provocar un cambio real. Y esa idea va mucho más allá del contexto corporativo.
Lo verdaderamente transformador de esta lectura, al menos para mí, es que la búsqueda de ese punto de palanca no tiene por qué ser externa. También puede, y muchas veces debe, ser interna. Hay una forma de “estrategia” profundamente humana: la que nace del descubrimiento personal.
Descubrir lo que en uno mismo es palanca —lo que da sentido, lo que enciende, lo que empuja sin esfuerzo forzado— es quizás una de las decisiones más potentes que podemos tomar. Ir más allá de las ambiciones impuestas para encontrar lo que genuinamente nos hace sentir satisfechos. Ese punto interno donde se alinea lo que somos, lo que hacemos y lo que podemos aportar.
Rumelt introduce el concepto de concentración como elemento esencial de una buena estrategia. Lejos de ser solo un término técnico, en mi lectura se transforma en algo casi emocional: un estado de enfoque, de absorción, de inmersión total en una idea que creemos profundamente valiosa. Una idea que, además de aportarnos claridad personal, tiene el poder de impactar positivamente en los demás. Y ahí es donde el desarrollo personal y el propósito colectivo se entrelazan.
Una idea en la que uno cree, que considera útil para otros, tiene un poder de seducción que te arrastra con elegancia. No impone, no fuerza: te invita, te concentra, te ordena. Despierta lo mejor de ti sin que lo notes. En ese proceso, aparece un tipo de claridad que se vuelve difícil de explicar con palabras, pero que se siente intensamente. Es una forma de certeza interior que muchos asociarían con el perfil del visionario, ese al que nadie prestaba atención al principio... y que sin embargo avanzaba con paso firme porque sabía algo que los demás aún no habían descubierto.
Rumelt, con su estilo directo y lúcido, utiliza ejemplos del mundo real —tanto históricos como empresariales— no solo para ilustrar estrategias exitosas, sino para mostrar cómo, cuando se descubre esa palanca, la energía fluye y la estrategia cobra vida. Y eso, en lo personal, me hace pensar que las grandes decisiones de nuestra vida —y también nuestros grandes proyectos— no necesitan más ruido, sino más silencio, más foco, más honestidad.
Y si uno es sincero consigo mismo, seguro que puede recordar algún momento en que, sin saber muy bien cómo, encontró en su interior una claridad inesperada para tomar una decisión difícil. Tal vez en silencio, sin testigos ni reconocimiento, fuimos capaces de actuar con fidelidad a quienes somos, y desde esa coherencia nos dimos alas para alcanzar algo que sentimos como noble, como justo, como profundamente nuestro.
A veces no hace falta más. Solo ese pequeño gesto de verdad hacia uno mismo, que se convierte —como bien dice Rumelt— en una palanca. No siempre para mover el mundo, pero sí para mover lo que más importa: nuestro propósito, nuestra dirección y, con suerte, el bien que podemos hacer en el camino.
Cuando la estrategia pierde sentido… y cómo volver a encontrarlo
Una reflexión a propósito de Richard P. Rumelt (Capítulos 3 y 4 de “Buena estrategia / Mala estrategia”)
En muchas organizaciones se habla de estrategia con facilidad, pero se practica con superficialidad. Se confunde estrategia con misión, con cultura, con propósito, o con declaraciones inspiradoras que no están pensadas para guiar la acción, sino para decorar el discurso.
Richard P. Rumelt lo expresa de manera contundente en el capítulo 3 de su libro: la palabrería ha sustituido a la lógica estratégica. Y con esa afirmación, muchos profesionales que hemos recorrido entornos corporativos complejos sentimos una punzada de identificación.
He vivido, como muchos, en escenarios donde las palabras sobraban y las ideas escaseaban. Y por eso quiero compartir dos realidades muy concretas que ejemplifican con claridad esta “mala estrategia” que Rumelt denuncia con precisión quirúrgica.
Escenario 1: La estrategia convertida en teatro ágil
Uno de los contextos más elocuentes donde he visto naufragar la noción de estrategia es en el uso indiscriminado de metodologías ágiles, convertidas más en teatro que en herramienta.
He presenciado cómo grandes multinacionales, con estructuras extremadamente complejas, han abrazado lo ágil no como una solución adaptativa a un problema concreto, sino como una doctrina que todo lo justifica. Cualquier iniciativa estratégica, por inmadura o mal planteada que estuviera, encontraba refugio en palabras como scrum, sprint, product owner...
Pero el verdadero problema no era la metodología. Era su uso vacío, impuesto desde arriba como símbolo de modernidad, sin diagnóstico previo, sin cultura de base, sin humildad organizacional para admitir que lo ágil no es una religión ni una solución universal.
Lo grave es que lo ágil, mal interpretado, se convierte en una justificación para el desorden, para el cortoplacismo, y para la ausencia de planificación estructurada. He visto cómo estos modelos han sido impuestos en contextos donde el producto sí estaba definido, donde las fechas estaban fijadas, donde el grado de incertidumbre era mínimo. En otras palabras: lugares donde lo ágil, sencillamente, no aplicaba.
Y lo más doloroso: los verdaderos profesionales, los que saben trabajar con método, con visión, con responsabilidad, empiezan a desmotivarse al ver que el criterio técnico es desplazado por la repetición superficial de rituales vacíos.
Escenario 2: El mito de la formación directiva descontextualizada
Y el principio de Dilbert en estado puro
España cuenta con algunas de las escuelas de negocios más prestigiosas del mundo. Sus programas, especialmente los orientados a alta dirección, son reconocidos internacionalmente por su calidad, su estructura y su red de contactos.
Sin embargo —y aquí viene la reflexión incómoda—: no siempre el problema es el contenido, sino el contexto en el que se recibe. He compartido equipos, decisiones y comités con personas que han cursado másters o programas ejecutivos en estas escuelas sin contar aún con la experiencia necesaria para comprenderlos en profundidad.
Porque la formación directiva, cuando se recibe antes de tiempo, cuando se convierte en un trofeo curricular más que en un catalizador de pensamiento, puede terminar siendo contraproducente.
Muchos de estos perfiles —bienintencionados, sí— aplican lo aprendido como si fueran axiomas universales, sin adaptarlos al contexto, sin cuestionarlos, sin el contraste que solo los años de experiencia real permiten. El resultado: estrategias de libro mal aterrizadas, decisiones inspiradas por frameworks de Harvard pero sin sentido práctico, propuestas que suenan bien pero no tienen pies ni cabeza.
Y es ahí donde aparece, más claro que nunca, el Principio de Dilbert:
Las empresas tienden a ascender a los empleados menos competentes a posiciones de gestión para minimizar el daño que pueden causar en roles técnicos.
He sido testigo de cómo estas personas terminan diseñando los cronogramas, estimando los recursos, fijando los precios de venta, asignando prioridades, desde una burbuja de conocimiento teórico sin contacto real con la operativa.
El resultado es devastador: proyectos imposibles de ejecutar, desgaste emocional del equipo, rotación de talento, y lo peor de todo: la frustración de ver cómo el discurso eclipsa al conocimiento real.
Pero entonces llega el capítulo 4… y la claridad
Por suerte, el propio libro de Rumelt nos ofrece un bálsamo. En el capítulo 4, el autor nos recuerda que la buena estrategia no necesita de grandes palabras, sino de observación atenta, lógica sencilla y concentración de esfuerzos.
Nos habla de buscar palancas de poder oculto, de mirar el contexto con inteligencia, de detectar una ventaja que los demás no han visto. Nos recuerda que el poder de una estrategia está en su capacidad de concentrarse en lo esencial.
Y es ahí donde encontré, personalmente, la forma de seguir creciendo incluso en contextos adversos. En medio de mensajes huecos y estructuras contaminadas, aprendí a encontrar mis propios ángulos de fuerza, a diseñar mis propias estrategias desde lo que sí tenía sentido, desde lo que sí podía controlar, desde lo que sí aportaba valor.
Las organizaciones que valen la pena
He aprendido a reconocer —y valorar— a esas compañías que no necesitan esconderse detrás de discursos inflados. Empresas donde la estrategia está al servicio del propósito, donde el liderazgo es creíble, y donde la experiencia se respeta tanto como la formación.
En esas organizaciones quiero estar. Donde la estrategia corporativa confluye con la estrategia personal. Donde el trabajo no es solo entrega, sino también evolución. Donde el liderazgo no se impone, sino que se practica con ética, humildad y visión.
"Las mejores estrategias no necesitan palabras rimbombantes. Solo necesitan sentido común, conocimiento real y la voluntad de hacer que las cosas sucedan."
Diagnosticar bien para actuar mejor
Reflexiones personales sobre el capítulo 5 de Buena Estrategia / Mala Estrategia (Richard P. Rumelt)
Algunos libros te informan. Otros te sorprenden. Pero solo unos pocos te hacen sentir comprendido, como si alguien hubiese puesto por escrito muchas de esas intuiciones que durante años te han acompañado sin encontrar una forma clara de expresarse. Eso me ocurre con Buena Estrategia / Mala Estrategia de Richard P. Rumelt.
Este capítulo —centrado en la estructura fundamental de una buena estrategia: diagnóstico, política rectora y acción coherente— ha sido, para mí, un ejemplo de maestría pedagógica. No solo por lo que dice, sino por cómo lo dice. Porque pocas veces he leído un enfoque tan claro, tan profundo y tan razonado, que además se aleje del ruido habitual de las modas estratégicas y las fórmulas de éxito prefabricadas.
Diagnóstico: ir más allá de la superficie
Rumelt empieza donde pocos empiezan: en la pausa.
Antes de actuar, antes de escribir post-its, antes de correr con MVPs... detenerse. Observar. Pensar.
El diagnóstico no es una mera fotografía de la situación. Es una interpretación, una simplificación razonada de la complejidad, que permite entender cuál es el verdadero desafío. En esa pausa necesaria reside el valor de una estrategia que no busca impactar rápido, sino actuar con sentido.
Este enfoque me resulta especialmente valioso en un mundo donde la agilidad mal entendida nos empuja a iterar sin reflexión, a lanzar sin comprender, a escalar sin haber asentado. Y como bien dice Rumelt, sin diagnóstico no hay dirección, y sin dirección no hay estrategia: hay caos disfrazado de movimiento.
Política Rectora y Acción Coherente: estructura que da propósito
Una vez entendido el problema, Rumelt propone algo que parece obvio… pero que rara vez se practica: definir un enfoque claro, honesto, realista. Esa es la política rectora.
Y a partir de ella, desplegar una serie de acciones coherentes, bien engranadas, donde cada parte sume al todo. Esto, en mi experiencia, es lo que muchas organizaciones pierden de vista: hacen cosas, muchas cosas, pero sin una lógica común, sin un rumbo compartido, sin armonía estratégica.
Lo magistral del enfoque de Rumelt es que no promete milagros ni recetas mágicas. Propone claridad. Propone orden. Propone sentido.
Pasar a la acción: pero con cabeza
“Pasar a la acción” no es lo mismo que “moverse sin parar”.
Y aquí me viene a la mente esa obsesión tan contemporánea por iterar, lanzar MVPs, recoger feedback, volver a iterar… una dinámica útil en ciertos contextos, pero peligrosa cuando sustituye el pensamiento profundo por el movimiento constante.
Una buena estrategia, como la que plantea Rumelt, se construye con pausa, con rigor, con propósito. Y cuando se ejecuta, lo hace sin contradicciones, sin improvisaciones vacías, sin esos giros que delatan falta de reflexión inicial.
“Una buena estrategia nace de entender el problema, de apostar por un camino claro, y de alinear las acciones con ese propósito. No necesita gritar ni correr: necesita pensar y avanzar.”
Este capítulo me confirma algo que siempre he sentido: que las mejores ideas no son las que brillan más rápido, sino las que resisten el tiempo. Y que una buena estrategia, bien pensada, bien estructurada y bien ejecutada, es uno de los actos más nobles y útiles que puede hacer una mente orientada a crear valor.
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