Buena Estrategia/Mala Estrategia (Richard P. Rumelt)

Introducción a esta sección

Esto no es un Resumen:

En esta sección encontraras mis reflexiones tras leer los diferentes pasajes de este libro; es una interpretación de sus ideas contrastadas con mis propias experiencias personales. 

El poder del emprendedor: estrategia, pasión y soledad en el camino al éxito

Emprender es, ante todo, un acto de valentía. Es desafiar lo establecido, perseguir una visión cuando nadie más la ve con claridad y resistir la incomprensión de los cercanos. La historia de muchos emprendedores exitosos no está marcada por la aceptación inmediata de su entorno, sino por su capacidad para mantenerse firmes en sus convicciones. En este sentido, las ideas de Buena Estrategia, Mala Estrategia de Richard P. Rumelt calarán en ti de manera profunda, especialmente en lo que respecta a la importancia de una estrategia bien definida y el poder de la concentración en lo esencial.

Rumelt nos enseña que una buena estrategia no es una simple declaración de intenciones ni un listado de deseos. Es la capacidad de identificar y aprovechar una oportunidad real con un enfoque preciso. De la misma manera, el emprendedor exitoso no se lanza a cualquier idea con entusiasmo ciego, sino que busca esa asimetría en el mercado, ese espacio donde su propuesta de valor puede generar el mayor impacto. Emprender no es solo cuestión de esfuerzo, sino de saber dónde aplicar ese esfuerzo para maximizar su efectividad.

Lo que muchas veces se percibe como un acto solitario—esa sensación de estar remando contra la corriente, de explicar una y otra vez una idea que pocos comprenden—es, en realidad, la esencia de quien se encuentra en el camino correcto. El emprendedor es ese perfil poco convencional que, al igual que una buena estrategia, es inesperado. No sigue fórmulas vacías ni frases motivacionales sin sustento; construye su camino con visión, pasión y, sobre todo, con la certeza de que su esfuerzo está alineado con un propósito real.

Si observamos las estadísticas, la gran mayoría de quienes intentan emprender fracasan. Sin embargo, entre ese reducido 5% que logra abrirse camino hay un denominador común: la capacidad de transformar la soledad del proceso en la determinación para seguir adelante. No buscan validación inmediata ni se rinden ante la falta de reconocimiento externo, sino que confían en su análisis, en su intuición y en su capacidad para generar impacto real.

En definitiva, ser emprendedor no es solo un rol profesional, sino una actitud frente a la vida. Y tal como nos enseña Rumelt, el éxito no está en tener más recursos o en repetir modelos genéricos de negocio, sino en descubrir el poder de una buena estrategia: esa que permite identificar oportunidades antes que los demás y ejecutarlas con precisión.

Como decía Steve Jobs: "Tu tiempo es limitado, así que no lo desperdicies viviendo la vida de alguien más."

Emprender es un camino que pocos recorren, pero que aquellos que lo hacen con visión y determinación logran convertir en una fuente de impacto, crecimiento y, sobre todo, realización personal.


Una Buena Estrategia es Inesperada 

Más Allá del Check List y los MVP Superficiales

Richard P. Rumelt nos plantea una verdad incómoda en el primer capítulo de Buena Estrategia / Mala Estrategia: muchas organizaciones creen que tienen una estrategia cuando, en realidad, lo único que tienen es una lista de deseos disfrazada de plan. Una buena estrategia no es un documento lleno de palabras grandilocuentes ni un simple check list de pasos estándar que cualquiera podría encontrar en Google. Es un proceso profundo que exige una comprensión real del problema, una identificación clara de los desafíos y una serie de acciones decisivas para abordarlos con inteligencia.

Aquí es donde veo un punto de fricción con otro libro influyente en el mundo del emprendimiento: El Método Lean Startup de Eric Ries. Aunque es una obra clave para entender la iteración y la agilidad en los negocios, percibo en ella una ligereza preocupante: la obsesión por lanzar rápidamente un Producto Mínimo Viable (MVP) a menudo se antepone a la maduración profunda de ideas e intuiciones visionarias.

El Peligro de una Estrategia Basada en MVPs sin Visión

No se trata de descartar el concepto de MVP, pero sí de entender que su éxito depende en gran parte de su capacidad de pivotar. Ries lo menciona en el segundo bloque de su libro, pero muchas startups interpretan mal el mensaje y terminan lanzando al mercado productos que no tienen ni la solidez ni la adaptabilidad necesarias para evolucionar.

Aquí es donde Rumelt nos ofrece una lección clave: una estrategia sólida no se construye a base de experimentos aleatorios, sino sobre un diagnóstico claro y una serie de decisiones bien enfocadas. No basta con lanzar algo “rápido y barato” para ver cómo reacciona el mercado; hay que preguntarse primero si ese lanzamiento tiene sentido dentro de un marco estratégico bien planteado.

Las grandes innovaciones no han surgido de la prisa por tener un MVP en el mercado, sino de la capacidad de sus creadores para observar más allá de lo evidente y actuar de forma inesperada. Steve Jobs no creó el iPhone siguiendo un proceso de prueba y error con productos incompletos, sino anticipando necesidades que el público ni siquiera sabía que tenía.

Estrategia: Más que una Lista de Pasos, una Mentalidad

La diferencia entre una buena estrategia y una mala estrategia es la misma que existe entre un líder visionario y un seguidor de tendencias. Los primeros entienden que el éxito no se basa en seguir una receta prefabricada, sino en ver la realidad con una perspectiva única y tomar decisiones audaces.

En lugar de depender de check lists sacados de internet o de lanzar productos mínimos viables sin un sentido estratégico claro, deberíamos preguntarnos:

  • ¿Estoy resolviendo un problema real de manera inteligente o simplemente siguiendo una moda metodológica?
  • ¿Tengo una visión clara de hacia dónde quiero ir o solo estoy improvisando?
  • Si mi MVP fracasa, ¿tengo la capacidad de pivotar de manera efectiva o mi producto está condenado desde el inicio?

Si algo nos enseña Rumelt es que las mejores estrategias sorprenden porque están basadas en un análisis profundo y en decisiones bien ejecutadas, no en la mera repetición de fórmulas populares.

"Una buena estrategia es inesperada porque identifica y aborda el problema real de una manera en la que otros no han pensado" – Richard P. Rumelt


Descubrir el poder: cuando una buena estrategia empieza en el interior

El poder de una estrategia no está en lo ambiciosa que sea, sino en su capacidad para descubrir dónde aplicar fuerza con mayor eficacia.
Richard P. Rumelt

El segundo capítulo del libro Buena Estrategia / Mala Estrategia, de Richard P. Rumelt, nos invita a detenernos y mirar con otros ojos una palabra que en el mundo empresarial suele ser usada con ligereza: poder.

Rumelt desvela que el poder de una estrategia no reside en la magnitud de sus metas ni en la grandilocuencia de sus promesas, sino en su capacidad para identificar un punto de palanca, un espacio concreto donde aplicar recursos, conocimiento y energía para provocar un cambio real. Y esa idea va mucho más allá del contexto corporativo.

Lo verdaderamente transformador de esta lectura, al menos para mí, es que la búsqueda de ese punto de palanca no tiene por qué ser externa. También puede, y muchas veces debe, ser interna. Hay una forma de “estrategia” profundamente humana: la que nace del descubrimiento personal.

Descubrir lo que en uno mismo es palanca —lo que da sentido, lo que enciende, lo que empuja sin esfuerzo forzado— es quizás una de las decisiones más potentes que podemos tomar. Ir más allá de las ambiciones impuestas para encontrar lo que genuinamente nos hace sentir satisfechos. Ese punto interno donde se alinea lo que somos, lo que hacemos y lo que podemos aportar.

Rumelt introduce el concepto de concentración como elemento esencial de una buena estrategia. Lejos de ser solo un término técnico, en mi lectura se transforma en algo casi emocional: un estado de enfoque, de absorción, de inmersión total en una idea que creemos profundamente valiosa. Una idea que, además de aportarnos claridad personal, tiene el poder de impactar positivamente en los demás. Y ahí es donde el desarrollo personal y el propósito colectivo se entrelazan.

Una idea en la que uno cree, que considera útil para otros, tiene un poder de seducción que te arrastra con elegancia. No impone, no fuerza: te invita, te concentra, te ordena. Despierta lo mejor de ti sin que lo notes. En ese proceso, aparece un tipo de claridad que se vuelve difícil de explicar con palabras, pero que se siente intensamente. Es una forma de certeza interior que muchos asociarían con el perfil del visionario, ese al que nadie prestaba atención al principio... y que sin embargo avanzaba con paso firme porque sabía algo que los demás aún no habían descubierto.

Rumelt, con su estilo directo y lúcido, utiliza ejemplos del mundo real —tanto históricos como empresariales— no solo para ilustrar estrategias exitosas, sino para mostrar cómo, cuando se descubre esa palanca, la energía fluye y la estrategia cobra vida. Y eso, en lo personal, me hace pensar que las grandes decisiones de nuestra vida —y también nuestros grandes proyectos— no necesitan más ruido, sino más silencio, más foco, más honestidad.

Y si uno es sincero consigo mismo, seguro que puede recordar algún momento en que, sin saber muy bien cómo, encontró en su interior una claridad inesperada para tomar una decisión difícil. Tal vez en silencio, sin testigos ni reconocimiento, fuimos capaces de actuar con fidelidad a quienes somos, y desde esa coherencia nos dimos alas para alcanzar algo que sentimos como noble, como justo, como profundamente nuestro.

A veces no hace falta más. Solo ese pequeño gesto de verdad hacia uno mismo, que se convierte —como bien dice Rumelt— en una palanca. No siempre para mover el mundo, pero sí para mover lo que más importa: nuestro propósito, nuestra dirección y, con suerte, el bien que podemos hacer en el camino.


Cuando la estrategia pierde sentido… y cómo volver a encontrarlo

Una reflexión a propósito de Richard P. Rumelt (Capítulos 3 y 4 de “Buena estrategia / Mala estrategia”)

En muchas organizaciones se habla de estrategia con facilidad, pero se practica con superficialidad. Se confunde estrategia con misión, con cultura, con propósito, o con declaraciones inspiradoras que no están pensadas para guiar la acción, sino para decorar el discurso.

Richard P. Rumelt lo expresa de manera contundente en el capítulo 3 de su libro: la palabrería ha sustituido a la lógica estratégica. Y con esa afirmación, muchos profesionales que hemos recorrido entornos corporativos complejos sentimos una punzada de identificación.

He vivido, como muchos, en escenarios donde las palabras sobraban y las ideas escaseaban. Y por eso quiero compartir dos realidades muy concretas que ejemplifican con claridad esta “mala estrategia” que Rumelt denuncia con precisión quirúrgica.


Escenario 1: La estrategia convertida en teatro ágil

Uno de los contextos más elocuentes donde he visto naufragar la noción de estrategia es en el uso indiscriminado de metodologías ágiles, convertidas más en teatro que en herramienta.

He presenciado cómo grandes multinacionales, con estructuras extremadamente complejas, han abrazado lo ágil no como una solución adaptativa a un problema concreto, sino como una doctrina que todo lo justifica. Cualquier iniciativa estratégica, por inmadura o mal planteada que estuviera, encontraba refugio en palabras como scrumsprintproduct owner...

Pero el verdadero problema no era la metodología. Era su uso vacío, impuesto desde arriba como símbolo de modernidad, sin diagnóstico previo, sin cultura de base, sin humildad organizacional para admitir que lo ágil no es una religión ni una solución universal.

Lo grave es que lo ágil, mal interpretado, se convierte en una justificación para el desorden, para el cortoplacismo, y para la ausencia de planificación estructurada. He visto cómo estos modelos han sido impuestos en contextos donde el producto sí estaba definido, donde las fechas estaban fijadas, donde el grado de incertidumbre era mínimo. En otras palabras: lugares donde lo ágil, sencillamente, no aplicaba.

Y lo más doloroso: los verdaderos profesionales, los que saben trabajar con método, con visión, con responsabilidad, empiezan a desmotivarse al ver que el criterio técnico es desplazado por la repetición superficial de rituales vacíos.


Escenario 2: El mito de la formación directiva descontextualizada

Y el principio de Dilbert en estado puro

España cuenta con algunas de las escuelas de negocios más prestigiosas del mundo. Sus programas, especialmente los orientados a alta dirección, son reconocidos internacionalmente por su calidad, su estructura y su red de contactos.

Sin embargo —y aquí viene la reflexión incómoda—: no siempre el problema es el contenido, sino el contexto en el que se recibe. He compartido equipos, decisiones y comités con personas que han cursado másters o programas ejecutivos en estas escuelas sin contar aún con la experiencia necesaria para comprenderlos en profundidad.

Porque la formación directiva, cuando se recibe antes de tiempo, cuando se convierte en un trofeo curricular más que en un catalizador de pensamiento, puede terminar siendo contraproducente.

Muchos de estos perfiles —bienintencionados, sí— aplican lo aprendido como si fueran axiomas universales, sin adaptarlos al contexto, sin cuestionarlos, sin el contraste que solo los años de experiencia real permiten. El resultado: estrategias de libro mal aterrizadas, decisiones inspiradas por frameworks de Harvard pero sin sentido práctico, propuestas que suenan bien pero no tienen pies ni cabeza.

Y es ahí donde aparece, más claro que nunca, el Principio de Dilbert:

Las empresas tienden a ascender a los empleados menos competentes a posiciones de gestión para minimizar el daño que pueden causar en roles técnicos.

He sido testigo de cómo estas personas terminan diseñando los cronogramas, estimando los recursos, fijando los precios de venta, asignando prioridades, desde una burbuja de conocimiento teórico sin contacto real con la operativa.

El resultado es devastador: proyectos imposibles de ejecutar, desgaste emocional del equipo, rotación de talento, y lo peor de todo: la frustración de ver cómo el discurso eclipsa al conocimiento real.


Pero entonces llega el capítulo 4… y la claridad

Por suerte, el propio libro de Rumelt nos ofrece un bálsamo. En el capítulo 4, el autor nos recuerda que la buena estrategia no necesita de grandes palabras, sino de observación atenta, lógica sencilla y concentración de esfuerzos.

Nos habla de buscar palancas de poder oculto, de mirar el contexto con inteligencia, de detectar una ventaja que los demás no han visto. Nos recuerda que el poder de una estrategia está en su capacidad de concentrarse en lo esencial.

Y es ahí donde encontré, personalmente, la forma de seguir creciendo incluso en contextos adversos. En medio de mensajes huecos y estructuras contaminadas, aprendí a encontrar mis propios ángulos de fuerza, a diseñar mis propias estrategias desde lo que sí tenía sentido, desde lo que sí podía controlar, desde lo que sí aportaba valor.


Las organizaciones que valen la pena

He aprendido a reconocer —y valorar— a esas compañías que no necesitan esconderse detrás de discursos inflados. Empresas donde la estrategia está al servicio del propósito, donde el liderazgo es creíble, y donde la experiencia se respeta tanto como la formación.

En esas organizaciones quiero estar. Donde la estrategia corporativa confluye con la estrategia personal. Donde el trabajo no es solo entrega, sino también evolución. Donde el liderazgo no se impone, sino que se practica con ética, humildad y visión.


"Las mejores estrategias no necesitan palabras rimbombantes. Solo necesitan sentido común, conocimiento real y la voluntad de hacer que las cosas sucedan."


Diagnosticar bien para actuar mejor

Reflexiones personales sobre el capítulo 5 de Buena Estrategia / Mala Estrategia (Richard P. Rumelt)

Algunos libros te informan. Otros te sorprenden. Pero solo unos pocos te hacen sentir comprendido, como si alguien hubiese puesto por escrito muchas de esas intuiciones que durante años te han acompañado sin encontrar una forma clara de expresarse. Eso me ocurre con Buena Estrategia / Mala Estrategia de Richard P. Rumelt.

Este capítulo —centrado en la estructura fundamental de una buena estrategia: diagnóstico, política rectora y acción coherente— ha sido, para mí, un ejemplo de maestría pedagógica. No solo por lo que dice, sino por cómo lo dice. Porque pocas veces he leído un enfoque tan claro, tan profundo y tan razonado, que además se aleje del ruido habitual de las modas estratégicas y las fórmulas de éxito prefabricadas.


Diagnóstico: ir más allá de la superficie

Rumelt empieza donde pocos empiezan: en la pausa.
Antes de actuar, antes de escribir post-its, antes de correr con MVPs... detenerse. Observar. Pensar.

El diagnóstico no es una mera fotografía de la situación. Es una interpretación, una simplificación razonada de la complejidad, que permite entender cuál es el verdadero desafío. En esa pausa necesaria reside el valor de una estrategia que no busca impactar rápido, sino actuar con sentido.

Este enfoque me resulta especialmente valioso en un mundo donde la agilidad mal entendida nos empuja a iterar sin reflexión, a lanzar sin comprender, a escalar sin haber asentado. Y como bien dice Rumelt, sin diagnóstico no hay dirección, y sin dirección no hay estrategia: hay caos disfrazado de movimiento.


Política Rectora y Acción Coherente: estructura que da propósito

Una vez entendido el problema, Rumelt propone algo que parece obvio… pero que rara vez se practica: definir un enfoque claro, honesto, realista. Esa es la política rectora.

Y a partir de ella, desplegar una serie de acciones coherentes, bien engranadas, donde cada parte sume al todo. Esto, en mi experiencia, es lo que muchas organizaciones pierden de vista: hacen cosas, muchas cosas, pero sin una lógica común, sin un rumbo compartido, sin armonía estratégica.

Lo magistral del enfoque de Rumelt es que no promete milagros ni recetas mágicas. Propone claridad. Propone orden. Propone sentido.


Pasar a la acción: pero con cabeza

“Pasar a la acción” no es lo mismo que “moverse sin parar”.
Y aquí me viene a la mente esa obsesión tan contemporánea por iterar, lanzar MVPs, recoger feedback, volver a iterar… una dinámica útil en ciertos contextos, pero peligrosa cuando sustituye el pensamiento profundo por el movimiento constante.

Una buena estrategia, como la que plantea Rumelt, se construye con pausa, con rigor, con propósito. Y cuando se ejecuta, lo hace sin contradicciones, sin improvisaciones vacías, sin esos giros que delatan falta de reflexión inicial.


“Una buena estrategia nace de entender el problema, de apostar por un camino claro, y de alinear las acciones con ese propósito. No necesita gritar ni correr: necesita pensar y avanzar.”


Este capítulo me confirma algo que siempre he sentido: que las mejores ideas no son las que brillan más rápido, sino las que resisten el tiempo. Y que una buena estrategia, bien pensada, bien estructurada y bien ejecutada, es uno de los actos más nobles y útiles que puede hacer una mente orientada a crear valor. 


La importancia de poner los pies en la tierra al hablar de estrategia

En la segunda parte de Buena estrategia / Mala estrategia, Richard P. Rumelt presenta las llamadas fuentes de poder que sostienen una buena estrategia. Entre ellas, dedica un capítulo clave a los objetivos próximos.

El autor explica que una estrategia efectiva no puede limitarse a grandes declaraciones inspiradoras ni a metas que suenan bien en un PowerPoint, pero que en la práctica resultan imposibles de aterrizar. Un objetivo próximo es aquel que, con los recursos y las capacidades actuales, sí puede alcanzarse de manera realista. No se trata tanto de un plazo temporal corto como de la viabilidad concreta.

La diferencia es sustancial: mientras un objetivo grandilocuente como “ser líderes mundiales en innovación” inspira, pero no guía la acción, uno próximo como “lanzar un producto con estas características en 12 meses” moviliza, orienta y da foco. Esta proximidad no es un límite, sino una palanca: al lograr metas tangibles, el equipo gana confianza, genera momentum y entiende hacia dónde orientar sus esfuerzos.

Y aquí es donde, al leer este capítulo, me vino una sensación recurrente de mi vida profesional. Me acordé de lo vagas y hechas que suelen sonar muchas de las ideas que se lanzan en reuniones corporativas, especialmente tras la presentación de resultados o la revisión de la evolución del negocio. Confieso que, en más de una ocasión, me he sentido un poco extraterrestre.

Me preguntaba si era yo el único que no se estaba creyendo lo que escuchaba. ¿Soy un bicho raro? Porque lo que oía no casaba ni con la cultura de la compañía ni con la realidad de los responsables con los que interactuaba. Y lo que más me sorprendía era ver que mis compañeros tampoco parecían reaccionar: aquellas frases huecas no generaban emoción alguna, como si a todos les faltara añadir en silencio “dame pan y llámame tonto”.

Rumelt insiste en que un buen objetivo próximo debe estar tan anclado en la realidad como un sistema de Business Intelligence: construido sobre datos agregados, contrastado, capaz de ser auditado. Así debería ser también una estrategia corporativa: sustentada por la objetividad de su operativa, por la coherencia con la cultura de la empresa y por la alineación con lo que naturalmente viven empleados y clientes. Si no es así, la estrategia se convierte en un discurso vacío que nadie siente como propio.

En este punto, no pude evitar cuestionarme el papel del tan mencionado Agile en la definición de estrategias. ¿De verdad una compañía busca impregnar de objetivos claros y próximos a todas sus capas cuando habla de agilidad? ¿En qué tiempos? ¿Cómo de estratégicas son esas ideas cuando no hay un anclaje sólido ni ejemplos prácticos que permitan medir su viabilidad?

Lo digo con sinceridad: a veces me cuesta ver el lado positivo de Agile en la estrategia. No quiero sonar metodológicamente tradicional, porque reconozco que Agile aporta cosas muy valiosas, sobre todo en la ejecución y en la capacidad de iterar. Pero sigo pensando que la estrategia requiere un enfoque mixto: flexibilidad, sí, pero también la valentía de anclar las ideas importantes en medidas claras, ejemplos palpables y criterios medibles.

Lo que es importante, lo verdaderamente estratégico, debe tener ojos y cara en la práctica diaria. Porque solo así esas ideas calan, guían nuevas acciones y convierten la estrategia en algo evaluable, fiable y alcanzable. Y aquí conecto de nuevo con Rumelt: los objetivos próximos no son un paso menor, son la prueba de fuego de si la estrategia es real o es solo un discurso.

En definitiva, una estrategia solo cobra sentido cuando sus ideas centrales se traducen en acciones próximas, viables y medibles. De lo contrario, lo que queda son palabras que suenan bien en una reunión pero que, con honestidad, nos dejan la sensación de estar escuchando algo ajeno, lejano e irreal. Y es justo en ese contraste donde descubrimos el poder de lo que Rumelt llama “objetivos próximos”: claridad frente a la vaguedad, acción frente a la retórica.


Sistemas de eslabones: la fuerza está en la conexión

Richard P. Rumelt plantea en este capítulo que una de las fuentes de poder más subestimadas en estrategia son los sistemas de eslabones. La idea es sencilla pero profunda: la ventaja competitiva no siempre reside en un único recurso o capacidad, sino en la forma en que varias actividades se conectan entre sí y se refuerzan mutuamente.

Un sistema de eslabones es como una cadena: cada eslabón por sí mismo puede parecer débil o prescindible, pero al unirse con otros forma una estructura sólida. Así, la verdadera fortaleza surge de la coherencia y la coordinación entre distintas partes de la organización.

Rumelt insiste en que este tipo de sistemas suelen pasar desapercibidos porque no brillan en los informes financieros de forma aislada. Sin embargo, son la base de una estrategia consistente: procesos que se complementan, capacidades que se apoyan unas en otras, estructuras que solo funcionan bien cuando se mantienen en conjunto.

Al leer este capítulo, inevitablemente me vinieron a la mente distintas experiencias profesionales que me hicieron ver, en carne propia, lo que significa formar parte de una cadena de eslabones.

La primera fue en una pequeña empresa de software especializada en el sector de la construcción y la promoción inmobiliaria. Una compañía que guardo con un cariño enorme, porque allí descubrí lo que significa un liderazgo con los pies en la tierra. Sus directivos no se dejaban impresionar por modas ni acrónimos llamativos: tenían una visión clara, casi obstinada, de lo que era importante y de cómo había que enfocarlo.

Lo más admirable era que esa visión no se imponía de forma rígida, sino que se dejaba sentir en la cultura de la empresa. Todo fluía con naturalidad. En aquel entorno, los consultores —humildes eslabones de la cadena— sentíamos que nuestro trabajo no solo era evaluado por la eficiencia operativa, sino también por la manera en que contribuíamos a la estrategia de la compañía. Y vaya si funcionaba: una empresa relativamente pequeña que competía contra gigantes del software y que, casi siempre, lograba ganarles.

Recuerdo especialmente el lanzamiento de un producto con mejoras notables en la gestión de tesorería. El software aún estaba verde, pero el mensaje era claro: había que sacarlo adelante, aunque fuera en una versión inicial. Y lo hicimos. La inspiración nos llegó como grupo, compartiendo incidencias, aportando soluciones, aprendiendo juntos. La sinergia se estableció de manera espontánea y el resultado fue mucho más que un producto: fue un equipo fortalecido, una cultura de colaboración y un poso humano y profesional que sigo recordando con gratitud. Aquel liderazgo, lejos de las modas, construía eslabones sólidos y nos hacía sentir parte de una cadena robusta.

La segunda experiencia, en contraste, fue en una gran tecnológica del IBEX. Uno de los proyectos más duros de mi carrera: había que implantar una normativa fiscal y contable novedosa en más de 17 países, con sistemas de información a menudo ingobernables, y bajo la presión de tener que reportar cuentas transparentes al mercado.

Comenzamos más de 30 profesionales: consultores de negocio, técnicos, directivos. El proyecto se alargó más de tres años. Al final, de aquel grupo inicial solo quedamos cinco. El resto se perdió en el camino, con rotaciones constantes, bajas por estrés y hasta depresiones. Lo viví en primera persona: jornadas interminables, tensiones constantes, incertidumbre.

Pero en ese contexto tan extremo, con eslabones que parecían romperse cada día, surgió algo que todavía guardo conmigo: la confianza que conseguimos generar entre quienes resistimos. Los pequeños brotes verdes de sinergia, la complicidad silenciosa, el saber que podías apoyarte en el compañero de al lado para sacar adelante una tarea imposible. A pesar de todo el desgaste, allí descubrí lo que significa que una relación profesional trascienda lo inmediato y se convierta en algo más: en amistad, en respeto mutuo, en aprendizaje compartido.

Ese proyecto, que tantas cicatrices dejó, me enseñó que incluso en las cadenas más frágiles hay eslabones que resisten y que son capaces de sostener a los demás. Para mí fue un homenaje silencioso a esas personas con las que conviví durante años, y que todavía hoy sigo recordando con un enorme respeto.

La tercera reflexión me vino del ámbito de los mercados financieros. Se repite con frecuencia que “el precio lo descuenta todo”. Siempre me pareció una frase vacía, demasiado ligera. Pero con los años comprendí un matiz importante: las empresas mejor valoradas en el largo plazo eran aquellas con procesos sólidos y sistemas de información bien integrados. Es decir, aquellas cuyo funcionamiento estaba basado en cadenas de eslabones firmes, sin improvisaciones.

No eran compañías que dependieran de golpes de suerte o de rumores de mercado, sino empresas proyectizadas, con iniciativas coherentes entre sí, donde cada proyecto era un eslabón dentro de una estrategia global. Eso, al final, era lo que generaba confianza y sostenibilidad, tanto en el mercado como en sus equipos internos.

En todos estos casos aprendí que la estrategia no vive en piezas aisladas. Vive en la conexión, en el sistema de eslabones que se refuerzan unos a otros, en las sinergias que se construyen de forma natural cuando hay visión clara y confianza mutua.

Porque al final, como bien muestra Rumelt, la ventaja competitiva no está en una sola genialidad ni en un discurso inspirador, sino en la robustez de una cadena de eslabones sólidos, humanos y estratégicos a la vez.


El uso del diseño: estrategia que conecta piezas

Richard P. Rumelt explica en el capítulo "El uso del diseño" del libro Buena Estrategia / Mala Estrategia, que la estrategia no debe entenderse como un simple plan o una lista de objetivos, sino como un verdadero acto de diseño. Diseñar, en el ámbito estratégico, significa crear un todo coherente a partir de piezas diversas, conectar actividades, capacidades y personas para que funcionen de manera conjunta y ofrezcan resultados sostenibles en el tiempo.

La clave está en la coherencia de los encajes. Una estrategia bien diseñada busca patrones y conexiones que resuelven problemas complejos. No acumula declaraciones inspiradoras ni recursos dispersos: integra elementos en una arquitectura lógica y funcional. Por el contrario, un mal diseño produce incoherencia, esfuerzos sin coordinación y frustración en quienes intentan ejecutar lo que, en realidad, es poco más que un castillo en el aire.

Al leer este capítulo me di cuenta de que no me inspiró tantos recuerdos concretos como otros, pero sí me sirvió como catalizador para volver a conectar aprendizajes previos. Y creo que esa es, precisamente, la esencia del diseño estratégico: dar sentido al conjunto, ver cómo distintas experiencias, aparentemente aisladas, forman parte de una misma cadena de ideas.

En artículos anteriores ya reflexioné sobre cómo los mercados financieros nos ofrecen lecciones de diseño estratégico. Más allá de la frase tantas veces repetida de que “el precio lo descuenta todo”, lo que he podido observar es que los inversores premian a las compañías que presentan estructuras sólidas y coherentes. Empresas proyectizadas, capaces de mantener un rumbo claro, donde cada iniciativa se convierte en un eslabón de una estrategia mayor.

Un ejemplo interesante lo encontramos en MicroStrategy (ahora Strategy), liderada por Michael Saylor. Puede parecer obstinado en su visión, pero es un directivo que supo anticipar tendencias clave. En 2012 publicó The Mobile Wave, un libro en el que pronosticaba cómo la tecnología móvil transformaría negocios y vida cotidiana a escala global. Aquella predicción hoy parece evidente, pero en su momento exigía una claridad de visión poco común, a mi particularmente me hizo recordar la película "Regreso al Futuro" (no diré mas). Más recientemente, su apuesta radical por Bitcoin ha generado polémica, pero también ha convertido a la compañía en un referente estratégico: no solo por la inversión en sí, sino por la coherencia de una narrativa que conecta proyectos, decisiones y confianza en el futuro. Ese es el poder del diseño: cuando un líder transmite una visión tan bien estructurada que se convierte en imán para empleados e inversores por igual.

También, como he comentado recientemente, viví en primera persona lo que significa participar en proyectos corporativos de gran complejidad, donde la presión normativa, los plazos y la dispersión internacional ponían a prueba al mejor de los equipos. Recalco ahora también que allí aprendí que, cuando el diseño estratégico falla, las piezas no encajan y los eslabones se debilitan. Pero igualmente aprendí algo más profundo: que el diseño puede reconstruirse desde lo humano. La confianza, la complicidad y el apoyo silencioso entre compañeros fue lo que permitió que un proyecto de tres años llegara a término, aunque quedara el desgaste personal en el camino. Esa experiencia me enseñó que la arquitectura estratégica no se limita a procesos y objetivos, sino que se sostiene en la fuerza de las relaciones que le dan vida.

En contraste, también he experimentado lo que ocurre cuando el diseño es claro desde el principio. Saco intencionadamente otra vez a colación aquella empresa de software del sector inmobiliario mencionada en otros artículos, donde la estrategia no se presentaba como un discurso brillante, sino como una práctica cotidiana. Allí, los líderes (fundamentalmente su director general) supieron trasladar la importancia de actuar con los pies en la tierra y de alinear esfuerzos en torno a una visión sencilla, pero firme. El resultado fue un sistema donde los consultores éramos eslabones que encajaban en un diseño mayor. No hacía falta nombrar metodologías de moda: la coherencia estaba en los hechos.

Todas estas vivencias, conectadas ahora a la luz de Rumelt, me llevan a la misma conclusión: el diseño estratégico no depende de etiquetas, sino de coherencia. Puede apoyarse en Agile, en metodologías tradicionales o en enfoques híbridos, pero lo esencial es que las piezas encajen de manera lógica y sostenible. Lo importante es que el diseño no quede en el plano teórico, sino que pueda vivirse y sentirse en el día a día.

Por eso creo que la mejor estrategia es también un diseño humano: se construye con vínculos, con aprendizajes compartidos, con confianza. Y lo interesante de releer este capítulo no fue tanto descubrir algo nuevo, sino comprender cómo distintas experiencias de mi trayectoria, ya compartidas en posts anteriores, forman un todo coherente. Eso, en definitiva, es también un acto de diseño.



Enfoque

En Buena estrategia / Mala estrategia, Richard P. Rumelt dedica uno de los capítulos más reveladores a una idea que parece simple, pero que en realidad encierra una fuente enorme de poder estratégico: el enfoque.

Rumelt, profesor en la Harvard Business School, sabía cómo poner a prueba la capacidad de análisis de sus alumnos de un MBA. No eran estudiantes cualquiera: se trataba de profesionales con expedientes académicos brillantes y trayectorias sólidas en empresas de primer nivel. Sin embargo, incluso ellos quedaban desconcertados cuando se enfrentaban al caso de un fabricante de bebidas embotelladas que rompía todos los esquemas.

La sorpresa era que esta empresa, mucho más pequeña que sus gigantes competidores, era más rentable, ofrecía precios más altos y, aun así, tenía clientes dispuestos a pagar sin discutir. ¿Cómo podía ser? La respuesta estaba en el foco: esta compañía no intentaba competir en volumen ni en precio, sino que había elegido especializarse en tiradas de producción más pequeñas, adaptadas a necesidades concretas, y había convertido esa aparente limitación en su ventaja competitiva.

El mensaje que Rumelt buscaba transmitir era evidente: una estrategia dispersa conduce a la mediocridad, mientras que una estrategia enfocada genera poder. El enfoque concentra energías, canaliza recursos y permite ser excelente en un ámbito específico. Pero, sobre todo, implica renunciar: decir no a muchas posibilidades para poder decir un sí rotundo a lo que realmente importa.

Enfoque como espejo personal

Al leer este capítulo, tuve la sensación de que Rumelt no solo estaba hablando de empresas, sino también de personas. Porque el enfoque es también una forma de vida: es preguntarse dónde quiero poner mi energía, qué batallas quiero pelear y cuáles debo dejar pasar, qué botella quiero elegir para embotellar mis esfuerzos y ofrecerlos al mundo.

En ese momento, la lectura se convirtió para mí en un ejercicio de introspección. No era solo Rumelt hablando a sus alumnos de Harvard; era como si me hablara a mí directamente, y me obligara a mirarme en ese espejo incómodo donde uno descubre que demasiadas veces ha intentado abarcar más de lo que podía sostener.

El enfoque aprendido en SAP

Mi trayectoria como consultor SAP ha sido, en muchos sentidos, una escuela de enfoque. He participado en proyectos de enorme complejidad, en los que convivían regulaciones fiscales cambiantes, estructuras organizativas internacionales y sistemas de información que parecían ingobernables. En ese entorno, la dispersión era tentadora: había siempre diez frentes abiertos, veinte problemas urgentes, y la presión de querer resolverlos todos al mismo tiempo.

Lo que aprendí, a veces a costa de desgaste, fue que el verdadero valor no estaba en querer hacerlo todo, sino en discernir lo esencial de lo accesorio. En cada proyecto, el éxito venía cuando el equipo sabía concentrar sus esfuerzos en lo que de verdad era crítico para el cliente, incluso si eso significaba dejar de lado batallas secundarias. Ese hábito, el de enfocar y renunciar, fue mi primera lección práctica del poder del enfoque.

El trading: de la dispersión al foco

Más tarde, cuando me adentré en el mundo del trading algorítmico, volví a toparme con la misma verdad. Al principio, la tentación era dispersarme: distintos símbolos, múltiples marcos temporales, estrategias que se solapaban sin un hilo conductor claro. Parecía que más era mejor. Pero lo único que conseguía era ruido, falta de claridad y resultados inconsistentes.

El aprendizaje llegó cuando empecé a concentrar mi atención en un marco definido, en un tipo de estrategia específica, en una convicción clara: operar en largo, desarrollar metodologías rigurosas, probarlas con disciplina. Al hacerlo, descubrí que el progreso venía de la profundidad, no de la dispersión. Esa experiencia me hizo entender que el enfoque no es un sacrificio, sino una fuente de libertad: cuando eliges un camino concreto, el ruido desaparece y la energía fluye hacia lo que de verdad importa.

El presente: vocación académica y foco vital

Hoy me encuentro en un punto distinto de mi vida, donde todo ese aprendizaje cobra un nuevo sentido. Tras años de experiencia en SAP y en el desarrollo de estrategias de trading, mi mirada se ha orientado hacia un propósito mayor: iniciar un doctorado en macroeconomía y mercados financieros.

Esta decisión no surge de la nada, sino como consecuencia lógica de mi camino. He visto cómo los sistemas ERP ordenan la información y sostienen operaciones empresariales; he explorado cómo los algoritmos de trading permiten leer patrones y generar estrategias; y ahora quiero dar un paso más: entender la macroestructura, los grandes engranajes que condicionan todo lo demás.

Para mí, este doctorado es esa botella pequeña y valiosa de la que hablaba Rumelt en su caso de Harvard. No se trata de competir en cantidad, ni de querer estar en todos los frentes académicos, sino de elegir un espacio donde pueda profundizar y aportar con excelencia. Es mi forma de decir no a la dispersión, para decir un sí rotundo a lo que siento como vocación.

El enfoque como filosofía de vida

Lo interesante es que, al mirar atrás, me doy cuenta de que todo este recorrido ha sido, en el fondo, un entrenamiento en enfoque. Desde los proyectos SAP donde aprendí a priorizar, hasta las estrategias de trading donde entendí que la disciplina y la renuncia dan frutos, hasta la decisión actual de emprender un doctorado. Todo encaja como una cadena de eslabones que me conducen al mismo lugar: la certeza de que el verdadero poder está en elegir con claridad dónde quiero dejar mi huella.

Y aquí es donde el capítulo de Rumelt adquiere toda su dimensión humanista. Porque el enfoque no es solo una técnica de negocio, ni una ventaja competitiva en los mercados. Es también una filosofía de vida. Significa reconocer que no se puede hacer todo, que la dispersión agota, que la excelencia nace de la concentración. Significa tener la valentía de renunciar para poder elegir.

El fabricante de bebidas embotelladas lo demostró en un aula de Harvard. Y yo lo reconozco en mi propio recorrido vital. Porque lo esencial no es querer abarcarlo todo, sino elegir la botella adecuada y llenarla con lo mejor de uno mismo.






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