Cuando no eres el más fuerte en la sala

Sobre el poder, la disensión y el precio de la firmeza

Steven Bartlett, en su libro Diario de un CEO, ofrece una lección clara en su capítulo “Nunca discrepes”: en una conversación o negociación, evita el enfrentamiento directo; busca puntos de conexión antes que contradicción. Una propuesta útil, elegante, y desde luego, cargada de sentido para muchos escenarios… pero no para todos.

Y es aquí donde quisiera detenerme.

En mi experiencia profesional —en especial gestionando proyectos complejos, con múltiples actores y presiones institucionales— he aprendido que la teoría de “nunca discrepar” funciona si el entorno es horizontal, si todos los que participan juegan en condiciones más o menos equivalentes. Pero, ¿qué ocurre cuando no es así? ¿Qué pasa cuando el interlocutor es alguien con poder real, estructural, que puede marcar (y forzar) decisiones desde arriba, incluso si carece de criterio técnico o de una visión estratégica sólida?

He vivido estas situaciones muchas veces. En ellas, uno no discrepa desde la comodidad de la cortesía; uno discrepa desde la responsabilidad. Cuando el sponsor de un proyecto defiende con entusiasmo una idea incoherente, cuando alguien ajeno al conocimiento técnico intenta forzar el rumbo de una iniciativa estratégica… uno no tiene margen para frases suaves o posturas amables. Uno tiene que decidir si defiende el proyecto y a su equipo —con las consecuencias que eso tenga— o si se pliega, deja hacer, y observa el deterioro silencioso de todo lo que construyó.

¿Me fue bien en esos escenarios? No del todo. No siempre supe negociar con equilibrio. Fui directo, en ocasiones brusco, y aunque los proyectos salieron adelante —algunos incluso de forma admirable—, no siempre quedé satisfecho con las huellas que dejé en ese proceso. Como suelo decir, salvé los muebles, pero a veces dejé algún cadáver en el camino. Metafóricamente, claro, pero no por ello con menos peso ético. Cumplí como jefe de proyecto, sí, pero no siempre como el líder que me habría gustado ser.

Y lo reconozco sin dramatismo: fue mi forma de sobrevivir a la presión, de proteger el trabajo bien hecho, de no permitir que nadie —ni siquiera con poder— pisara el terreno del conocimiento sin cuidado. Eso me dio cierta reputación profesional. Pero también dejó una sensación de insatisfacción que con los años aprendí a reconocer: porque no todo lo que se hace bien se hace con orgullo.

En este punto, me atrevo a sugerir una reflexión para quienes, como yo, se han visto alguna vez discutiendo con quien puede aplastarte profesionalmente:

  1. Nunca olvides tu propósito en el proyecto. Si estás ahí para garantizar la calidad, proteger la coherencia y entregar valor, que eso sea tu brújula. No la defensa del ego, ni la necesidad de tener razón.

  2. Despersonaliza la confrontación. A veces, el error no está en la firmeza, sino en el tono. Es posible defender una posición con contundencia sin recurrir al enfrentamiento emocional.

  3. Cuida tu equipo, incluso frente al poder. Hay pocas cosas más importantes que sentir que tu equipo se siente respaldado. Pero respáldalo también con inteligencia emocional.

  4. Y sobre todo: cultiva la posibilidad de convertir una relación de fuerza en una relación de respeto. A veces se puede. No siempre. Pero si logras que quien tiene el poder vea tu postura no como un pulso, sino como una protección del interés común, entonces sí: has hecho verdadera estrategia.


No es fácil. De hecho, creo que esta es una de las grandes lagunas del libro de Steven Bartlett: sus consejos están pensados para escenarios simétricos, y muchos de los que lideramos desde abajo o desde el medio sabemos que discrepar con poder es otro deporte completamente distinto; es otra liga.

Yo aún sigo aprendiendo. Me siento más sereno hoy que hace años, y quizás un poco más hábil. Pero no dejo de pensar que el estilo de gestión también forma parte del legado que uno deja. Los proyectos se recuerdan por sus resultados, pero las personas se recuerdan por cómo hicieron sentir a los demás en el proceso.

Por eso, si alguna vez tuviste que levantar la voz, o plantarte, o incluso tensar la cuerda por proteger lo que considerabas justo… que sea también una invitación a revisar cómo hacerlo mejor la próxima vez. Con la misma firmeza, pero con más tacto. Con la misma exigencia, pero con más sabiduría.

Porque al final, la mejor estrategia es la que te permite ser eficaz sin dejar de estar en paz contigo mismo.


“El poder no siempre escucha la razón. Pero cuando la razón habla con respeto, incluso el poder se detiene a escuchar.”

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