La estrategia no son piezas sueltas, sino cadenas que funcionan

Sistemas de eslabones: la fuerza está en la conexión

Richard P. Rumelt plantea en este capítulo que una de las fuentes de poder más subestimadas en estrategia son los sistemas de eslabones. La idea es sencilla pero profunda: la ventaja competitiva no siempre reside en un único recurso o capacidad, sino en la forma en que varias actividades se conectan entre sí y se refuerzan mutuamente.

Un sistema de eslabones es como una cadena: cada eslabón por sí mismo puede parecer débil o prescindible, pero al unirse con otros forma una estructura sólida. Así, la verdadera fortaleza surge de la coherencia y la coordinación entre distintas partes de la organización.

Rumelt insiste en que este tipo de sistemas suelen pasar desapercibidos porque no brillan en los informes financieros de forma aislada. Sin embargo, son la base de una estrategia consistente: procesos que se complementan, capacidades que se apoyan unas en otras, estructuras que solo funcionan bien cuando se mantienen en conjunto.

Al leer este capítulo, inevitablemente me vinieron a la mente distintas experiencias profesionales que me hicieron ver, en carne propia, lo que significa formar parte de una cadena de eslabones.

La primera fue en una pequeña empresa de software especializada en el sector de la construcción y la promoción inmobiliaria. Una compañía que guardo con un cariño enorme, porque allí descubrí lo que significa un liderazgo con los pies en la tierra. Sus directivos no se dejaban impresionar por modas ni acrónimos llamativos: tenían una visión clara, casi obstinada, de lo que era importante y de cómo había que enfocarlo.

Lo más admirable era que esa visión no se imponía de forma rígida, sino que se dejaba sentir en la cultura de la empresa. Todo fluía con naturalidad. En aquel entorno, los consultores —humildes eslabones de la cadena— sentíamos que nuestro trabajo no solo era evaluado por la eficiencia operativa, sino también por la manera en que contribuíamos a la estrategia de la compañía. Y vaya si funcionaba: una empresa relativamente pequeña que competía contra gigantes del software y que, casi siempre, lograba ganarles.

Recuerdo especialmente el lanzamiento de un producto con mejoras notables en la gestión de tesorería. El software aún estaba verde, pero el mensaje era claro: había que sacarlo adelante, aunque fuera en una versión inicial. Y lo hicimos. La inspiración nos llegó como grupo, compartiendo incidencias, aportando soluciones, aprendiendo juntos. La sinergia se estableció de manera espontánea y el resultado fue mucho más que un producto: fue un equipo fortalecido, una cultura de colaboración y un poso humano y profesional que sigo recordando con gratitud. Aquel liderazgo, lejos de las modas, construía eslabones sólidos y nos hacía sentir parte de una cadena robusta.

La segunda experiencia, en contraste, fue en una gran tecnológica del IBEX. Uno de los proyectos más duros de mi carrera: había que implantar una normativa fiscal y contable novedosa en más de 17 países, con sistemas de información a menudo ingobernables, y bajo la presión de tener que reportar cuentas transparentes al mercado.

Comenzamos más de 30 profesionales: consultores de negocio, técnicos, directivos. El proyecto se alargó más de tres años. Al final, de aquel grupo inicial solo quedamos cinco. El resto se perdió en el camino, con rotaciones constantes, bajas por estrés y hasta depresiones. Lo viví en primera persona: jornadas interminables, tensiones constantes, incertidumbre.

Pero en ese contexto tan extremo, con eslabones que parecían romperse cada día, surgió algo que todavía guardo conmigo: la confianza que conseguimos generar entre quienes resistimos. Los pequeños brotes verdes de sinergia, la complicidad silenciosa, el saber que podías apoyarte en el compañero de al lado para sacar adelante una tarea imposible. A pesar de todo el desgaste, allí descubrí lo que significa que una relación profesional trascienda lo inmediato y se convierta en algo más: en amistad, en respeto mutuo, en aprendizaje compartido.

Ese proyecto, que tantas cicatrices dejó, me enseñó que incluso en las cadenas más frágiles hay eslabones que resisten y que son capaces de sostener a los demás. Para mí fue un homenaje silencioso a esas personas con las que conviví durante años, y que todavía hoy sigo recordando con un enorme respeto.

La tercera reflexión me vino del ámbito de los mercados financieros. Se repite con frecuencia que “el precio lo descuenta todo”. Siempre me pareció una frase vacía, demasiado ligera. Pero con los años comprendí un matiz importante: las empresas mejor valoradas en el largo plazo eran aquellas con procesos sólidos y sistemas de información bien integrados. Es decir, aquellas cuyo funcionamiento estaba basado en cadenas de eslabones firmes, sin improvisaciones.

No eran compañías que dependieran de golpes de suerte o de rumores de mercado, sino empresas proyectizadas, con iniciativas coherentes entre sí, donde cada proyecto era un eslabón dentro de una estrategia global. Eso, al final, era lo que generaba confianza y sostenibilidad, tanto en el mercado como en sus equipos internos.

En todos estos casos aprendí que la estrategia no vive en piezas aisladas. Vive en la conexión, en el sistema de eslabones que se refuerzan unos a otros, en las sinergias que se construyen de forma natural cuando hay visión clara y confianza mutua.

Porque al final, como bien muestra Rumelt, la ventaja competitiva no está en una sola genialidad ni en un discurso inspirador, sino en la robustez de una cadena de eslabones sólidos, humanos y estratégicos a la vez.

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