La importancia de poner los pies en la tierra al hablar de estrategia

 

En mi lectura del libro Buena estrategia / Mala estrategia de Richard P. Rumelt, concretamente en la segunda parte, me he encontrado con lo que el autor presenta como fuentes de poder que sostienen una buena estrategia. Entre ellas, dedica un capítulo clave dedicado a los denominados objetivos próximos.

El autor explica que una estrategia efectiva no puede limitarse a grandes declaraciones inspiradoras ni a metas que suenan bien en un PowerPoint, pero que en la práctica resultan imposibles de aterrizar. Un objetivo próximo es aquel que, con los recursos y las capacidades actuales, sí puede alcanzarse de manera realista. No se trata tanto de un plazo temporal corto como de la viabilidad concreta.

La diferencia es sustancial: mientras un objetivo grandilocuente como “ser líderes mundiales en innovación” inspira, pero no guía la acción, uno próximo como “lanzar un producto con estas características en 12 meses” moviliza, orienta y da foco. Esta proximidad no es un límite, sino una palanca: al lograr metas tangibles, el equipo gana confianza, genera momentum y entiende hacia dónde orientar sus esfuerzos.

Y aquí es donde, al leer este capítulo, me vino una sensación recurrente de mi vida profesional. Me acordé de lo vagas y hechas que suelen sonar muchas de las ideas que se lanzan en reuniones corporativas, especialmente tras la presentación de resultados o la revisión de la evolución del negocio. Confieso que, en más de una ocasión, me he sentido un poco extraterrestre.

Me preguntaba si era yo el único que no se estaba creyendo lo que escuchaba. ¿Soy un bicho raro? Porque lo que oía no casaba ni con la cultura de la compañía ni con la realidad de los responsables con los que interactuaba. Y lo que más me sorprendía era ver que mis compañeros tampoco parecían reaccionar: aquellas frases huecas no generaban emoción alguna, como si a todos les faltara añadir en silencio “dame pan y llámame tonto”.

Rumelt insiste en que un buen objetivo próximo debe estar tan anclado en la realidad, como un sistema de Business Intelligence (y esto lo digo yo): construido sobre datos agregados, contrastado, capaz de ser auditado. Así debería ser también una estrategia corporativa: sustentada por la objetividad de su operativa, por la coherencia con la cultura de la empresa y por la alineación con lo que naturalmente viven empleados y clientes. Si no es así, la estrategia se convierte en un discurso vacío que nadie siente como propio.

En este punto, no pude evitar cuestionarme el papel del tan mencionado Agile en la definición de estrategias. ¿De verdad una compañía busca impregnar de objetivos claros y próximos a todas sus capas cuando habla de agilidad? ¿En qué tiempos? ¿Cómo de estratégicas son esas ideas cuando no hay un anclaje sólido ni ejemplos prácticos que permitan medir su viabilidad?

Lo digo con sinceridad: a veces me cuesta ver el lado positivo de Agile en la estrategia. No quiero sonar metodológicamente tradicional, porque reconozco que Agile aporta cosas muy valiosas, sobre todo en la ejecución y en la capacidad de iterar. Pero sigo pensando que la estrategia requiere un enfoque mixto: flexibilidad, sí, pero también la valentía de anclar las ideas importantes en medidas claras, ejemplos palpables y criterios medibles.

Lo que es importante, lo verdaderamente estratégico, debe tener ojos y cara en la práctica diaria. Porque solo así esas ideas calan, guían nuevas acciones y convierten la estrategia en algo evaluable, fiable y alcanzable. Y aquí conecto de nuevo con Rumelt: los objetivos próximos no son un paso menor, son la prueba de fuego de si la estrategia es real o es solo un discurso.

En definitiva, una estrategia solo cobra sentido cuando sus ideas centrales se traducen en acciones próximas, viables y medibles. De lo contrario, lo que queda son palabras que suenan bien en una reunión pero que, con honestidad, nos dejan la sensación de estar escuchando algo ajeno, lejano e irreal. Y es justo en ese contraste donde descubrimos el poder de lo que Rumelt llama “objetivos próximos”: claridad frente a la vaguedad, acción frente a la retórica.

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